miércoles, 22 de mayo de 2013

Ojo, menina não é tão fácil

Debería haberme dado cuenta cuando le vi el pulóver peruano. Me rectifico: mi sexto sentido se dio cuenta en el preciso instante en que vi el pulóver peruano, pero mis sentidos más primarios hicieron mutis por el foro. Ahora supongo que actuaron así para no ser cómplices de que yo rechazara a un muchacho por una prenda de vestir.
Todo comenzó con el cumpleaños del novio de una amiga. Y ahí están los problemas, en los cumpleaños. ¿Para qué hay que ir a los cumpleaños de la gente me pregunto yo? Porque el tema es éste, yo te voy al cumpleaños del novio tuyo, pero me da como una rotura en la ingle que siempre sea igual. Quiero decir, una reunión plagada de parejas, donde todo viene de a dos. Pero, en fin, esta vez creí que sería distinto dado que el festejo se celebraba en un bar nocturno. Qué sé yo... lugar neutral tal vez... En fin, ahí estaba yo, en una mesa de bar, rodeada de cinco parejas muy bien constituidas. Que mirá lo que hizo esta ayer, que no sabés lo que es dormir con este que ronca, que la zaranga vestida de mono. En medio de ese despliegue de felicidad concubinal, aparece por sorpresa el amigo colgado del novio cumpleañero. Saludo general, comentarios de cuánto hace que no nos vemos y acomodarse en la silla justo frente a mí, fue todo uno. Charla va, charla viene y la clara situación de estar yo sola con ese otro solo, enfrentados tomando amargo Campari. Esas escenas son incómodas al hartazgo, es como la obligación lisa y llana de establecer un lazo con ese otro que está en las mismas condiciones que una, en ese tiempo y en ese lugar. Es decir, vos estás sola, él está solo, se sientan enfrentados y nos dejan de romper las pelotas a todos con esta costumbre de generar la disparidad en la reunión. Las charlas se sucedieron y, por razones de proximidad, el joven en cuestión devino mi receptor constante. En determinado momento, el susodicho ofrece degustar su bebida al público presente, y ante el no gracias de todos, me mira a mí y me dice con cara picarona: “Vos ya sabés, no tenés que pedir permiso”. Claramente, sabía en lo que terminaría todo. Confieso que mi actitud era totalmente la de una ameba. Me daba lo mismo una cebolla, una plasticola, un cardan doble, un pibe que me diera bola, un Cynar o irme a dormir con medias en los pies. Muy bien, la fiesta fue llegando a su fin, los invitados comenzaron a desplegarse, y yo quedé con la pareja anfitriona y el pulóver peruano en la puerta del bar, mientras el muchacho esbozaba que mi casa quedaba a unas pocas cuadras pasando la suya, con lo que se ofrecía a alcanzarme. Traducido en mi idioma eso era lo más parecido a enrosque nocturno desenfrenado. Yo quería llegar a mi casa y no pretendía nada más. No porque el joven estuviera fuera de mi gusto sino porque yo experimentaba un estado “ni”, propio de las desilusiones que cada vez desilusionan menos. Volviendo a la vereda, ahí estaba él, ahí yo y la expectativa ajena. Yo quería irme a dormir, y ahorrarme el viaje de vuelta en bondi a las 3 de la mañana. Pensar que hay minas que garchan por un departamento dos ambientes, y yo me vendo por una arrimada al barrio. Triste. Me desplomé en el asiento del acompañante y me dejé llevar. Él hablaba, yo asentía y decía cosas poco interesantes, y en un momento (lo juro, y no es motivo de orgullo) me sobrevino la idea de que justo había pasado por la depiladora. Es vergonzante que una considere acostarse con alguien simplemente para aprovechar la tira de cola que se hizo horas más temprano. Una cosa de locos. Cuando una era más joven e ilusa, se daba el motivo sexual y venían a la mente las condiciones no potables de la zona pélvica. Ahora, ya más grande y con un hastío importante viene la idea de: “Ya que estoy depilada podría ejercitar la totora”. Indignante, ¿no? Pero cierto.
En resumidas cuentas, el joven llegó a entrar en casa para tomar un simple café, había quedado en el aire una especie de propuesta de su parte la cual no llegué a aceptar claramente. Conversación, café y demases, y yo que noto un cierto relax, una cierta química en la charla que espolean mi amebización. Y bien, en eso estaba mi cabeza cuando me levanto para cambiar la música, y como una anfitriona generosa le pregunto al joven qué quería escuchar. Voy a cambiar la música, de qué tenés ganas... Y el pulóver peruano pronuncia la respuesta menos adecuada. ¿Qué tenés ganas de escuchar? Digo yo. Y él responde: ¿Tenés algo de Chico Buarque? Ufff. La vida pasando frente a mí en un segundo: pulóver peruano, revolución bolchevique, remera del Che y olor a pachuli. ¡Chico Buarque! ¡Me ahorco de un bostezo! ¡El pibe quiere escuchar Chico Buarque! El nombre solo ya es un suicidio en masa, imaginate los primeros acordes acompañados de ese canto portugués que me pone los pelos del codo con efecto frizz. Aparte el tipo pronuncia amantesh, delirantesh, embriagadosh, inflizesh... y el sonido final es la ye de Yolanda, ¿ok? No podés pretender coger con Chico Buarque de soundtrak. Mirá que es un poco difícil quitarme las ganas una vez que tomo envión, ¿eh? Te digo algo: le puse onda, me fumé el cumple, el chichoneo disimulado, te senté en casa, casi que me convencés para ter relações sexuais, ahora te pido por favor que aunque sea no la arruines con la trova brasileña, ni con la cubana, ni chilena, ni todo ese hippismo del orto que ya-pa-só-de-mo-da. Lindo mío, estamos en el siglo XXI, tenemos locales de Starbucks y veganos de plástico reciclado, mi a-mor. Obvio que no tengo Buarque, a lo sumo un mp3 de Silvio que quedó de mi adolescencia agónica y ni sé dónde puede estar. Así que opté por Ramones, por ejemplo, y empecé a bostezar un “Uy, estoy muerta”, y taza taza cada uno para su casa. Y esto es interesante porque pude notar que, con el tiempo, la selección se hace más permisiva, una ya intima con gente que antes ni entraba como opción. Y a veces la sensación es que una se termina acostando con cualquiera, como una cosa así medio arbitraria, como que todo viene bien. Sin embargo, no debo temer dado que este pequeño mal gusto musical ajeno demostró mi límite. No fue el pulóver peruano, eso habría sido discriminación prejuiciosa imperdonable, sino que fue el gusto musical. Ese que denota todo un bagaje de forma de vida e idiosincrasia que para los veinte años neohippies está bien, pero pasando los treinta ya hay que replantear un poco. Esa es mi kriptonita, ahí está la excusa para seguir virgen hasta el matrimonio.