lunes, 27 de mayo de 2013
miércoles, 22 de mayo de 2013
Ojo, menina não é tão fácil
Debería haberme dado cuenta cuando le vi el pulóver peruano.
Me rectifico: mi sexto sentido se dio cuenta en el preciso instante
en que vi el pulóver peruano, pero mis sentidos más
primarios hicieron mutis por el foro. Ahora supongo que actuaron así
para no ser cómplices de que yo rechazara a un muchacho por una
prenda de vestir.
Todo comenzó con el cumpleaños del novio de una amiga. Y ahí
están los problemas, en los cumpleaños. ¿Para qué hay que ir a
los cumpleaños de la gente me pregunto yo? Porque el tema es éste,
yo te voy al cumpleaños del novio tuyo, pero me da como una rotura
en la ingle que siempre sea igual. Quiero decir, una reunión plagada
de parejas, donde todo viene de a dos. Pero, en fin, esta vez creí
que sería distinto dado que el festejo se celebraba en un bar
nocturno. Qué sé yo... lugar neutral tal vez... En fin, ahí estaba
yo, en una mesa de bar, rodeada de cinco parejas muy bien
constituidas. Que mirá lo que hizo esta ayer, que
no sabés lo que es dormir con este que ronca, que la
zaranga vestida de mono. En medio de ese despliegue de
felicidad concubinal, aparece por sorpresa el amigo colgado del
novio cumpleañero. Saludo general, comentarios de cuánto hace
que no nos vemos y acomodarse en la silla justo frente a mí, fue
todo uno. Charla va, charla viene y la clara situación de estar yo
sola con ese otro solo, enfrentados tomando amargo Campari. Esas
escenas son incómodas al hartazgo, es como la obligación lisa y
llana de establecer un lazo con ese otro que está en las mismas
condiciones que una, en ese tiempo y en ese lugar. Es decir, vos
estás sola, él está solo, se sientan enfrentados y nos dejan de
romper las pelotas a todos con esta costumbre de generar la
disparidad en la reunión. Las charlas se sucedieron y, por razones
de proximidad, el joven en cuestión devino mi receptor constante. En
determinado momento, el susodicho ofrece degustar su bebida al
público presente, y ante el no gracias de todos, me mira a mí y me
dice con cara picarona: “Vos ya sabés, no tenés que
pedir permiso”. Claramente, sabía en lo que terminaría todo.
Confieso que mi actitud era totalmente la de una ameba. Me daba lo
mismo una cebolla, una plasticola, un cardan doble, un pibe que
me diera bola, un Cynar o irme a dormir con medias en los pies.
Muy bien, la fiesta fue llegando a su fin, los invitados comenzaron a
desplegarse, y yo quedé con la pareja anfitriona y
el pulóver peruano en la puerta del bar, mientras el
muchacho esbozaba que mi casa quedaba a unas pocas cuadras pasando la
suya, con lo que se ofrecía a alcanzarme. Traducido en mi idioma eso
era lo más parecido a enrosque nocturno desenfrenado. Yo quería
llegar a mi casa y no pretendía nada más. No porque el joven estuviera fuera
de mi gusto sino porque yo experimentaba un estado “ni”, propio
de las desilusiones que cada vez desilusionan menos. Volviendo a la
vereda, ahí estaba él, ahí yo y la expectativa ajena. Yo quería
irme a dormir, y ahorrarme el viaje de vuelta en bondi a
las 3 de la mañana. Pensar que hay minas que garchan por
un departamento dos ambientes, y yo me vendo por una arrimada al
barrio. Triste. Me desplomé en el asiento del acompañante y me dejé
llevar. Él hablaba, yo asentía y decía cosas poco interesantes, y
en un momento (lo juro, y no es motivo de orgullo) me sobrevino la
idea de que justo había pasado por la depiladora. Es
vergonzante que una considere acostarse con alguien simplemente para
aprovechar la tira de cola que se hizo horas más temprano. Una cosa
de locos. Cuando una era más joven e ilusa, se daba el motivo sexual
y venían a la mente las condiciones no potables de la zona pélvica.
Ahora, ya más grande y con un hastío importante viene la idea de:
“Ya que estoy depilada podría ejercitar la totora”. Indignante,
¿no? Pero cierto.
En resumidas cuentas, el joven llegó a entrar en casa para tomar
un simple café, había quedado en el aire una especie de propuesta
de su parte la cual no llegué a aceptar claramente. Conversación,
café y demases, y yo que noto un cierto relax, una cierta
química en la charla que espolean mi amebización. Y bien, en
eso estaba mi cabeza cuando me levanto para cambiar la música, y como una
anfitriona generosa le pregunto al joven qué quería escuchar. Voy a
cambiar la música, de qué tenés ganas... Y el pulóver peruano
pronuncia la respuesta menos adecuada. ¿Qué tenés ganas
de escuchar? Digo yo. Y él responde: ¿Tenés algo de
Chico Buarque? Ufff. La vida pasando frente a mí en un
segundo: pulóver peruano, revolución bolchevique, remera
del Che y olor a pachuli. ¡Chico Buarque! ¡Me ahorco de
un bostezo! ¡El pibe quiere escuchar Chico Buarque!
El nombre solo ya es un suicidio en masa, imaginate los
primeros acordes acompañados de ese canto portugués que me pone los
pelos del codo con efecto frizz. Aparte el tipo
pronuncia amantesh, delirantesh, embriagadosh, inflizesh... y el
sonido final es la ye de Yolanda, ¿ok?
No podés pretender coger con
Chico Buarque de soundtrak. Mirá que
es un poco difícil quitarme las ganas una vez que tomo envión, ¿eh?
Te digo algo: le puse onda, me fumé el cumple,
el chichoneo disimulado, te senté en casa, casi que
me convencés para ter relações sexuais,
ahora te pido por favor que aunque sea no la arruines con la trova
brasileña, ni con la cubana, ni chilena, ni todo ese hippismo del
orto que ya-pa-só-de-mo-da. Lindo mío, estamos en el siglo XXI,
tenemos locales de Starbucks y veganos de
plástico reciclado, mi a-mor. Obvio que no tengo Buarque, a lo
sumo un mp3 de Silvio que quedó de mi adolescencia agónica
y ni sé dónde puede estar. Así que opté por Ramones, por ejemplo,
y empecé a bostezar un “Uy, estoy muerta”, y taza taza cada uno
para su casa. Y esto es interesante porque pude notar que, con el
tiempo, la selección se hace más permisiva, una ya intima con gente
que antes ni entraba como opción. Y a veces la sensación es que una
se termina acostando con cualquiera, como una cosa así medio
arbitraria, como que todo viene bien. Sin embargo, no debo temer dado
que este pequeño mal gusto musical ajeno demostró mi límite. No
fue el pulóver peruano, eso habría sido
discriminación prejuiciosa imperdonable, sino que fue el
gusto musical. Ese que denota todo un bagaje de forma de vida e idiosincrasia que para los veinte años neohippies está bien, pero pasando los treinta ya hay que replantear un poco. Esa es mi kriptonita, ahí está la excusa
para seguir virgen hasta el matrimonio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)