viernes, 30 de diciembre de 2011

jueves, 29 de diciembre de 2011

Algunas faltamos a esa materia

El universo puede alojar a los mejores prototipos y escupírnoslos en la cara en cuanto momento se le ocurra. ¿En qué planeta suceden esas cosas? ¿Cómo se hacen? Si alguien sabe dónde encontrar la receta, tengo lápiz y papel acá al lado. Me refiero a situaciones totalmente inverosímiles, esas que una mira y dice: “¡Cómo puede ser!”. Como esas escenas norteamericanas: ella se levanta de la cama, divina, peinada, huele perfecta porque lo besa a él, que luce ese despeinado casual que tan bien le queda. Se levanta ella, decíamos (bombacha, camisa de él semiabrochada –siempre es camisa de él–, depilada hasta los codos), pone a hacer café mientras el pan se está tostando y exprime esas naranjas que desbordan su jugo. Hasta hay veces en que fríe tocino, sin que ese perfume adorable del bacon se adhiera a su cabellera húmeda recién lavada, siempre espléndida. Él entra en cuadro, la toma por la cintura y le besa el cuello. 
Y la mañana luce distinta, luce feliz. Bueno, es así, digamos que mientras haya zumo de naranja, o “fresh juice and muffins” la vida encanta, la vida se nos muestra como un universo amigable y favorable.
O como esa otra escena, sexual digo, en que la chica estampada contra la pared y en el aire (sí, en el aire, no hay pared cerca, no es un pasillo, ni hay escalón, ni mesa de luz que le sostenga las piernas) logra esos orgasmos increíbles; no lo digo tanto por el orgasmo no, si no por la capacidad de mantenerse en esa posición y que el tipo pueda, no sólo sujetarla y empujar al ritmo de Roadhouse Blues de los Doors, sino hacerla gozar como si fuera el día del juicio final. No hay un choque de cabeza, un tirón de pelo que haga perder el equilibrio, un movimiento que logre hacer zafar al miembro y tener que volver a colocarlo en su lugar, no… hay pura pasión. Y alguien dirá: “Ah, bueno, ejemplificás con escenas cinematográficas”, no señor, no. Porque están los que ante esa escena, miran con cara de “no sabés las veces que lo hice”, o aquellas que cuentan vivencias similares o ponen esa cara de misterio con un aire de “soy-sexualmente-salvaje-hice-mis-mejores-desnudos-unte-con-aceite-de-rosas-engullí-bucal-bestial-sin-globito-y-lo-dejé de-cama”. O si quieren un ejemplo mucho más realista de “¡Cómo coño hacen!”, nunca les pasó subir al subte-tren-colectivo tipo 18 hs., pico y más, atiborrado de gente y ven allá en el fondo o en el medio (mientras logran abrirse paso cual matorral amazónico), impoluta, con haces multicolores que la iluminan a esa chica que viene de trabajar, sí señor, a esa chica digo que luce espléndida. Su vestimenta impecable, sin arrugas, primer premio al desafío de la blancura, huele estupenda, y logra tener ese peinado prolijo-casual, donde las hebillas están en el mismo lugar que a las 8 am. cuando salió de su casa. Y no vengan con ridiculeces explicativas como “bueno, se arregló antes de salir de la ofi”, a cagar, cómo hace para arreglarse, cómo hace para llevar en una carterita del tamaño de un pan lactal: desodorante, maquillaje, perfume y planchita para el pelo, si queremos ser más estrictas. 
Digo, humildemente,  qué sucede cuando al cortarlas al medio las naranjas (tan coloridas y rebosantes por fuera) muestran ese hollejo triste y solitario, reseco, que te mira como sediento. Y, por más que nos sometamos a la tarea de exprimir, de estrujar, de meter cuchillo y torcer… el jugo brilla por su ausencia, el jugo viene en otro envase, y en otro envase vendrá también la matutina publicidad feliz. Qué desajuste universal se nos presenta cuando el pan tostado nos deja un interminable aroma en el pelo y en la ropa (ni hablar de las empanadas horneadas la noche anterior, o de comer mandarina)… porque claro, algunas sólo tenemos tiempo para: o bien desayunar y hornear panecillos vestidas; o pasear cinco minutos en bombacha y salir sin desayunar. Por qué motivo, yo al salir del trabajo huelo, no digo a búfalo, pero sí a nada que se asemeje a jazmín de los prados, o a Kenzo recién pulverizado. Por qué los invisibles que sujetan mis crenchas –porque a esa hora son crenchas– andan danzando por la nuca. Cuál es el motivo de tener que levantarme 10 minutos antes a lavarme los dientes para besar a mi acompañante en la cama. Por qué, sin ir más lejos, se me cansan las piernas de adquirir posiciones pseudoeróticas que terminan siempre en yo arriba, vos abajo y a terminar que tengo ganas de encender un pucho.
Señoras, señores… es evidente que yo fui al curso equivocado.

martes, 27 de diciembre de 2011

Anotatelón

Si la música favorita de un muchacho tiene que ver con Sabina o Calamaro, agarrá el bolso y rajá.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Peligrosamente maternal

Ya sé que Gusti amaneció con mocos transparentes, no verdes. Además, que Luli ya dice mamá, tan chiquita y habla. O que Franquito está con caca blanda, pero el pediatra dice que es muy normal, que es la leche súper potasio, que contiene B2, A5, antiestimulante, antibacteriana y antigarcha. También, que Nenu levantó la manito… sí, dicen que es muy chiquita para levantar la manito, como que se adelantó a su edad. Toda esta sabiduría ronda el espacio laboral, los almuerzos y otros lugares en los que una puede llegar a encontrarse como por obligado, dígase reuniones familiares. Es tan invasivo para los oídos de aquellas a las que nos interesa tan poco esa parte de la maternidad y a lo que sólo podemos responder “yo tengo un gato”. Información de prepo como: uy, llora, esperá… seguro quiere una tetonga (entre nos, en dos horas lloró 25 veces, cálculo = 25 tetongas para luego concluir “seguro tiene hambre, si no comió naaada”). Mamis, aflojen por favor. No entiendo la costumbre de enviar y/o mostrar o peor aún, de sacar fotos a la recién madre. Fotos donde ésta parece un cachalote que ha parido a toda la familia Ingalls junta, con cara de “no puedo más, me sacaron un Godzilla de adentro”, “me siento como el orto”, fotos que siempre alguien de entre los presentes cree bellas, emotivas, y que son un verdadero espanto; la mujer tiene cara de parturienta, está en un hospital: sí, hos-pi-tal, que por más que sea la SwisLaudoServer es un hospital, gente. Le sacan foto a la criatura, ok, sí, entiendo, conmovedor, tierno… ahora, no me obligues a mí a mentirte cuando la mire, diciendo cosas como “¿no es hermoso?”, “igualito a Julio, ¿no?”, “sí, una ricura”. Es un bebé recién nacido, todo morado con esa pelusa pegada, tiene partes como escamosas. Sí, he visto bebés recién nacidos y no son hermosos así recién nacidos. Por lo pronto, tampoco entiendo esa necesidad e impunidad de que la caca del bebé, su medida, color, textura, densidad, intensidad, frecuencia, paspado y demás cosas totalmente nauseabundas sean tema principal de conversación. Mire vea, mami, cosas como se le salió el tapón mucoso; no, claro, al mío se le cayó el ombliguito al mes; ay sí, hizo provechito, uy aplaudamos; no, le miro la caca todos los días; hoy no hizo blando, ¿viste amor?; sí, Roxy programó la cesárea porque el médico se lo recomendó; uy, la mía ya tiene 17 meses (¿?). Por favor, gente, por qué eso está permitido, da ternura y cuando una en el momento de tener un chico ajeno en brazos y la criatura manifiesta un extraño movimiento en la pancita, dice: “Mmm, no, sí, tomá… me parece que le cayó mal el yogurt”, en un arrebato de peligrosidad, hay miradas de reproche, o revoleo de ojos que significan “esta chica siempre igual de delicada”. 
No quiero saber si tu chico es el más inteligente de todos; me da exactamente igual si dibujó un sol cuadrado o uno triangular, Picasso ya murió; me tiene realmente sin cuidado si tu marido es un inepto que no sabe cómo cambiarle un pañal, quizá si por una vez lo dejaras hacer…; me sopla tres belines si eso es zapallo o polenta, por favor dame un repasador que lo quiero sacar de mi pollera.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Teddy o pánico a Chucky el muñeco maldito

Hace muchos años ya, estuve saliendo con un chico. Sí, digo saliendo porque para mí era eso, salir, verse, pasarla. Recuerdo que un día estaba en mi casa y golpearon las manos (cuestiones de barrios y casas con poca impronta hospitalaria). Era él que había vuelto de un pequeño viaje de fin de semana. A decir verdad, y no hace falta que se lo explique a la persona leyente, yo como que no estaba del todo entusiasmada con el sujeto. A ver, sí… me caía bien, me parecía un chico vivaz pero no era para publicarlo en el número de octubre del diario barrial. La cuestión es que el muchacho se presenta en casa. ¡Horror! Cómo explicar mi sensación, era un temblor sí, pero no esos de mariposas en la panza, o flojedad de piernas por nervios al verlo. Era más bien un bajón de presión que dejaba entender lo insufrible de la situación. Ojo, reconozco la buena voluntad y buen gesto del mancebo, pero en lo que a mí respecta me parecía una película de terror. Ahora bien, recurriendo a las buenas costumbres lo hice pasar y lo recibí en el patio. Sí, en el patio, tremendo, pero fue lo poco que atiné a hacer. Necesito explicar en este punto del relato que soy una persona que escapa a toda escena típica, que no resiste lugares comunes, que le avergüenzan ciertos momentos, que no le fluyen, que no sabe manejarse ante la puntilla y el raso rosa. No es mala voluntad, postura intelectual o convicción neonazi. Simplemente no me hallo ante situaciones novelescas en las que cualquier otra mujer se desenvuelve como pez en el agua. No nací con el gen ramo de flores-bombones-te agarro la mano para caminar. No me molesta ver a los demás así, me parece más que tierno. Pero, yo en lugar de intolerancia lactosa, tengo espíritu anti-cliché. Bien, el muchacho ya había quebrado una barrera impensable como era la de presentarse en mi casa, así como así. Pero, no fue tanto esto sino que lo realmente duro fue cuando él sentado frente a mí (en el patio de casa, padre y madre en el interior de la misma) sacó un paquete y dijo lo inevitable “Tomá, es para vos”. Tomo aire, miro paquete y agarro. ¿Recuerdan la cara del protagonista que recibe una caja-bomba y se queda estático unos segundos? Así yo, él frente a mí, el paquete, blando (descartemos un libro, portarretratos, cajita de alfajores). Al abrir el obsequio, que cedía a mis dedos mientras el papel era desgarrado, entreví como un plush marrón; sí, algo al mejor estilo Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón”. Sí, era eso… sí, lo inevitable: un peluche. Un oso pequeño, hoy creo que con moño, pero no era un oso a secas, solito, maleable; no, venía inserto en una estructura de mimbre al mejor estilo canastita. Mi presión para ese instante no encontraba un marcador que la pudiera sostener. Es terrible, son momentos tortuosos. Esos en los que te viene la náusea. Esos en los que millones de ideas atiborran la mente: que no salga papá; que mamá no ofrezca nada de tomar; uy, está esperando que le diga algo lindo; tengo que agradecer; qué asco me dan los peluches; que escena merenguenesca; ¿qué hago?;  este oso es un pelotudo; hasta que sale el preciado: “Gracias” a la vez que te inclinás para darle un beso comisura-labio y con esa posición evitás tener que disimular la sonrisa que no convence y acallás un poco la idea que a gritos dice: “Por favor que se vaya”. La tensión es demasiada, una transpira por lo que inevitablemente debe dejar que suceda. Una, para no quedar como una yegua desalmada, no sabe qué otra morisqueta simpática hacer. Es tremendo, es él, el peluche, es él que ni siquiera se dio cuenta de que no soy chica-peluche, es el desparpajo de venir a mi casa cuando nunca antes se había barajado como pensable. Suena desalmado de mi parte, sí… pero, fue horrible. Y ojo, que no reside sólo en el hecho de que el muchacho no sea el que nos hace palpitar los poros, ¿eh? Hay ciertas situaciones, muy de cine, muy trilladas, muy canción lenta del Puma Rodríguez, que no tolero aunque el coprotagonista sea aquel por quien me desviva.

viernes, 7 de octubre de 2011

lunes, 5 de septiembre de 2011

Tiempo loco, ¿no?

Hay comentarios que no entiendo, pero para nada, ¿eh? Tarde de verano. No mucho calor. Estoy tomando mate con un muchacho en su casa. Ya hemos –en otras oportunidades– intercambiado lo que Sabina llama “física y química”, (dicho sea de paso, Sabina me tiene el ojo en compota ya). La charla se extiende. Se distiende. Hasta que él: “Sos alta ¿eh?”, (dato: estoy sentada en la cabecera de la mesa; dato más: me conoce hace semanas ya). “Ah, sí, no tanto”, digo yo. En ese momento pasa, pero luego –mejor dicho ahora– me pregunto: ¿a qué carajo viene ese comentario? Sos alta, ¿eh? Sí, pelotudo, soy alta ¿Y? Vos tenés dos brazos, sí. ¿Y? A ver, no es que me violente y le sacuda una patada voladora;  en ese momento, la acotación acertada de mi acompañante pasó sin pena ni gloria. No descarto nada por un comentario así; esbozo palabras más superficiales, obvio. Pero, ahora, que estoy al pedo y razono: ¡qué pavada sin sentido, por favor! En realidad, todo toma otra dimensión cuando una tiene ya un acervo de frases vacuas en su haber. Por ejemplo: San Telmo. Bar. Luz tenue. Primera cerveza en la mesa cuadrada. Él, en un lado.Yo, sentada en el lado contiguo y apoyada sobre mi propio brazo (medio con sueño, debo reconocerlo… venía sin dormir un par de días ya). Él (jugando con mi cabello): “¡¿Cuánto pelo tenés?!”. ¿Qué puedo comentar acá? ¿Se entiende a dónde voy? Digo, qué frase más boluda: “Cuánto pelo tenés”. Sí, ¡qué sé yo! En el zócalo también tengo bastante, si no fuera por el cavado profundo. No soy exquisita, no. Es que realmente gastamos saliva en palabras totalmente en vano. ¿Qué quiere decir alguien cuando nota que medís más de 1,40? Tampoco es que le pongo 2 metros 10… Y miren que escuché burradas, ¿eh? Del estilo, no te veo como mujer. Mi ex novia me completa (¡¿?!). Tenés ese no sé qué… Nos tenemos afinidad. Me gusta la persona que soy cuando estoy con vos (por favor, esto no es joda, es como el concepto de “el otro” en ciencia-ficción). Yo busco una mujer, no una madre. Puedo seguir años y años, páginas y páginas pero temo colapsar el sentido común.
Cabe decir –en un rapto de piedad– que de tanta frase entrecomillada algo sale, algo queda, algo lindo pasa… alguien sobresale. Siempre alguien sabe callar… callar y compartir el silencio.