Cada
noche se repite la escena. Y ahora que hace calor y el ventanal queda
abierto parece aún más romántica. Ella se sienta y mira a la
distancia. De espaldas a mí, sus orejas me advierten que lo está
escuchando. Un movimiento de cabeza fugaz... y lo ve. Por fin lo ve.
Pero es tan veloz que sus gestos demuestran confusión. Sí, el
chillido se escucha, y esa silueta oscura y urgente pasa de un
lado hacia otro. Supongo que se preguntará por qué no es como
los de día, que pasan suspendidos en el aire pero se dejan ver
mejor. Noto que se le acelera la respiración cada noche, al asomarse
al ventanal. Es como un encuentro amoroso a la distancia. Mira. Mueve
la cabeza para un costado. Acomoda las patas delanteras en el lugar
como impaciente. El chillido. La fugacidad. De repente, corre debajo
de la cama. Se afila las uñas en una de sus patas. Se sube y me mira como diciendo otra vez se fue lejos. Yo le devuelvo la
mirada: ya lo sé.
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