A
partir de octubre el año laboral se va tornando un tanto
insoportable. La gente se pone cada vez más demandante, quisquillosa
y nada agradecida. Yo trato de no estallar en un ataque que incluya
catanas, armas punzantes y ríos de sangre; y algo que colabora mucho
son los mediodías en la plaza. La bauticé Plaza de los loros,
porque está repleta de esas cotorras atrevidas que les roban las
migas a las palomas. Hay un bálsamo en la plaza de los loros, hay un
ritual cada mediodía que calma mi fiera interna y me reconcilia con
la vida: los perros.
Me
siento en un banco y mientras almuerzo al calor del sol veo a los
perros que desenfrenadamente corren y juegan en el pasto. Absorben la
totalidad de mi atención y pierdo la noción del tiempo. Son
fantásticos. Se huelen un poco y de repente comienza la persecución.
Uno sale disparado, corriendo desbocadamente alrededor del monumento
central, medio de coté, el otro lo persigue como una flecha
enloquecida, y pronto se da cuenta de que en lugar de perseguirlo
detrás puede dar la vuelta desandando el camino. Ahí se topan. Se
quedan con las patas delanteras agachadas y la cabeza casi en el
piso. El culo parado. Congelados. Uno pestañea y comienza la rutina
nuevamente. Después están los que corren a las palomas, a una
botella de agua vacía, a una bolsa, a una mosca. Cuando los veo
correr así, tan alocadamente con la lengua colgando al costado,
siento que la felicidad total debe ser algo como eso. Menos mal que
existen los perros.
Yeah... los perros son lo más!!!
ResponderEliminarLa plaza de los loros cumpliría en la vida una función análoga a la literatura, Los perros, también. Me llevo la mía a pasear un rato ahora.
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