viernes, 9 de marzo de 2012

Entre Clarice y Abelardo (primera entrega)

Por un momento se preguntó cómo estaría, y la figura revivió en un instante, contorneándose, limitada por la sombra de la tarde. Siguió mirando la pantalla, moviendo teclas y presionándolas. ¿Cómo estaría? ¿Realmente le importaba o sólo era una preocupación egoísta? Era esa falta, esa sensación de sentirse único en el mundo, eso que se había ido junto con la mujer. Él era. Tan simple como eso, ser y serlo de manera exclusiva, casi grosera, pararse, construirse a partir de la mirada, de esos ojos que lo colmaban. No era ella, no. Era él desde ella. Encendió un cigarrillo aplacando el recuerdo. Era un hábito, un mecanismo: la justificación inmediata, la razón lógica para el arrebato. Cuando se levantó, una sonrisa se dibujó en su cara y la satisfacción se hizo presente. Iría hasta la cocina, haría café, luego de un par de cigarrillos, y de otro par de líneas finales a su artículo, se sentaría a comer algo que saciara la languidez del momento. Se tendería en la cama, miraría quién sabe qué canal de turno y enfrentaría la madrugada desvelado por la razón justa. Dormiría para encarar un día más en la monotonía controlada de su especie. Tenía mil argumentos, mil, para que nada quebrara esa grilla esquemática de las semanas. Tendría mil razones más para seguir haciendo lo mismo durante años, y utilizaría las mismas y trilladas conclusiones ilusorias para que nada, absolutamente nada, lo hiciera correr riesgos.

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