lunes, 19 de marzo de 2012

Entre Clarice y Abelardo (segunda entrega)

La recordó nuevamente, etérea. Ella decía siempre que él se escondía, que ponía una pared ilusoria, infranqueable entre ambos. No lo decía como queja, él lo sabía, lo decía con ternura casi pidiendo disculpas. Lo decía como si expresándolo él fuera a confiar un poco más, como si él sabiendo que ella sabía fuera a dar un paso adelante, como los perros callejeros a los que uno tiende una mano inmóvil hasta que se acercan desconfiados y al final, la cola moviéndose como señal de rendición. Ella decía eso y muchas otras cosas, y a veces callaba, y lo miraba, y esa mirada era la que cualquiera espera, esa mirada que invita, que desarma, que descomprime. Ella era una y él la odiaba por eso. El encuentro con la mujer era inabarcable, era ese momento donde todo se iba de cauce, él no era él y ella ejercía ese poder. La mujer solamente sucedía, no hacía esfuerzo alguno, y él la odiaba por eso. Se sentía engañado, esa era la sensación, lo habían llevado a ella las suposiciones de una pasión sin límites ni riesgos; pero no había sido así. Lo supo el primer día, la primera noche, al primer contacto, que no había sido así, y por eso, la odiaba. Y era capaz de negarla, era muy capaz, fue capaz. Negación natural, advertencia, y él sabía que ella lo notaba, aunque no supiera que la hería. Y que ella, la mujer, se regocijaba en eso, se saciaba. Él decidía los instantes, ella se dejaba, ella sucedía. La mujer también lo había mencionado, que se daba cuenta. Él mantenía la distancia, sujeto arisco, distante, al acecho, en guardia. Pero, sentía más allá del odio que la mujer era como una magia inevitable, él resistía pero sucumbía como el insecto a la luz. Él quería quedarse pero se iba, y ella lo miraba, no lo detenía. Él necesitaba que ella se entregara, ella necesitaba entregarse. Ella necesitaba saberlo ahí, él no quería saberse. Él se diluyó en su monotonía, y ella lo supo.

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