“Uy,
qué cuelgue tengo, flaca. Stoy flasheando con tu pañuelo de
colores”.
Así, empezó la noche del sábado. El autor de la frase: un
muchacho de treinti que se quedó sin jugar a Montaña
rusa
de chico. Ojo, el flash no era porque se había colado dos pepas y
una pastillita con forma de hipocampo, era porque le había dado tres
secas a un cigarrillo con estupefacientes. Lo miré, me miró
–exagerando
el entrecerrado de ojos–,
miré hacia la luna con la intención no-te-la-puedo-creer y me
levanté para ir a buscar otra cerveza. Así venía la mano. En ese
momento recordé que, cuando era adolescente y más luego, asistí a
varias reuniones y fiestas, y en ellas siempre aparecían los que
fumaban hierbas cultivadas. Una estaba tomando algo, llegaba uno de
los pibes con otros más, saludaban, conversábamos un poco, algunos
se iban al fondo (si había) o a la terraza (si había), y todo
resultaba natural. El Chino no necesitaba bajar de la terraza,
pararse al lado tuyo y especificarte que estaba de cuelgue. Martita
volvía del fondo y no sentía la urgencia
de subirse en un escenario a contarnos a todos los presentes que se
estaba pegando un viaje al Imperio Galáctico. Todo era natural, así
como que sucedía sin más. No había manteles especiales para el
picado de piedra, o recipientes art
déco
para el guardado de utensilios maconieros –a
lo sumo una tuquera o pinza de depilar–, no
existía el marketing
fumaporro, ¿se entiende? Los pibes hacían todo con la espontaneidad
lisa y llana de quien toma un café, y encima guardaban cierto pudor
de no herir susceptibilidades moralistas. No encajaba el
exhibicionismo. Ahora es como que todo hay que hacerlo bien en el
medio, bien a la vista, bien para que todos sepan lo open
mind
que se es por fumar pasto. Hay que montar el decorado de Utilísima y
explicar paso a paso cómo se arma un cohete vegetal. Y, luego del
consumo, lo justo es acercarse a quien no está “viajado” y
reírsele por idioteces para seguir afirmando el estado air
friendly.
O bien, juntarse con otro fumón de cartón y expeler risotadas o
frases con tono gamuzado para que ya todos sepan que pegó, que llegó
la maconia al neurocircuito del pelotudo. Ahí viene el gil a
decirme: “Pegale
una seca, son unas hojas que mi maestro de Jiu Jitsu trajo
de Birmania”,
o “Ayer
fumé unas flores que tengo en casa, en una maceta, en el balcón,
¿viste? Me las trajo mi chica de su viaje al Himalaya”.
Y así las cosas. Ese fingido viaje relajado, tan mal actuado, saca
lo peor de mí. Le puedo soportar la ostentación a un pibe de 16, 18
años, ahora si tenés más de 25 no sientas la imperiosa necesidad
de mostrarme que sos grosso porque curtís cultura cannabis. Por mí,
podés saquear la aldea de los pitufos y fumártelos de a uno.
Agarrar un cactus y fumártelo. Irte hasta Alaska, picarte un iglú y
quemártelo por el ojo. Podés tragarte un troncho extralarge, no me
jode. Lo que me rompe soberanamente la ingle es que debas acreditarlo
haciéndome a mí testigo de tu farsa.
Me
es muy difícil socializar hoy en día, donde la gente gasta más
tiempo en explicar y exhibir lo que es, en lugar de ser y ya. A
dejarse ser, amigo mío, que el perfil prefigurado por defecto (recomendado) te
está haciendo cada vez más careta.
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