Conocer
la casa del señor con el que una está saliendo es un momento
revelador, es la apertura a un mundo de certezas. Mi sucinta
experiencia me ha demostrado que el inmueble puede ser el gran
oráculo que nos prepare para el fatal destino rumbo al que nos
dirigimos.
1.
Deslumbres
postadolescentes.
Las
primeras situaciones amorosas siempre tienen como bautismo la casa
del tipo bohemio. Sí, ese que se comió que Rayuela
existe y por ello deja en el suelo ceniceros repletos de colillas,
junto a almohadones y vasos usados. Siempre garpa la botella de
ginebra Bols que rememora a Luca y un estante con libros. No
cualquier libro: Walsh, Arlt, la biografía de Gramsci y una foto del
Che agarrada con una chinche. En una esquina es fija que hay una
criolla apoyada. Sin embargo, el detalle que no puede faltar es ese
colchón de dos plazas en el piso, cual Patrick Swayze en Dirty
Dancing,
que sólo tiene y tendrá una dueña auténtica, una Maga: la ex que
le rompió el corazón.
Pues bien, esa casa te está hablando: no hay que dejarse engañar
con la imagen del muchacho gris antisistema porque, con el tiempo,
este joven marginado adrede que te enroscó la cabeza durante años,
te deja por una púber que irradia la simpleza del prototipo
chica-espontánea. Al tiempo la púber lo casa, lo engorda, lo hace
papá, él se olvida de la palabra “excluido social”, cumple las
10 horas de trabajo y su único plusvalor es el zapping de la noche.
2.
Quiebre
del patrón.
Luego
de escarmentar con la seguidilla de muchachos conflictuados, le damos
chance al tipo caballero y de buena charla. Al entrar a su casa,
tenemos la sensación de que es más femenina que la nuestra. La
exactitud con que cada mueble se dispone en su preciso lugar es
abrumadora. Abunda el espacio compacto, el puf de mil colores junto a la ratona color wengue, que a su vez equipara en
centimetraje al sofá dos cuerpos que tiene enfrente. Las dos sillas
súper modernosas parecen sacadas de una película de George Lucas, y
encima son color índigo. Hasta el aire parece estar medido. Se
asemeja a uno de esos departamentos ya amueblados. Como que el sujeto
que lo habita no tuvo ninguna participación en su armado, como que
tampoco tiene mucho que ver con él. Como que todo es muy
prefabricado. Y claro, el depto nos habla: el pibe en sí mismo es un
prefabricado. Nos vendió el gran buzón gran. Muñeco de torta que
construye la vida con la parla, pero sus actos jamás acompañan al
discurso que minuciosamente eligió creerse.
3.
En
tiempos de sequía, veamos qué onda.
La
situación está difícil, no hay stock de príncipes azules,
entonces nos entregamos al conformismo. La vida nos grita: ¡Es
lo que hay!,
y allí vamos a seguir desgranando los días. Estamos viéndonos con
el chico buena onda, el pibe que tiene calle, el despreocupado, pero
también el que carece de toda noción del código social. El tipo va
en la suya y que el mundo se acomode a su paso. ¿Con qué hogar nos
encontramos? Con el típico que fue decorado y amueblado por la mamá
de su habitante. Así es, mami dispuso el mobiliario que se le
antojó: sillas del tío, mesita ratona del abuelo, sillón
individual que pertenecía a madre; lo único propio que aportó el
benemérito en la mudanza fueron las dos banquetas plásticas, la
playstation y la plancha para el paty. ¿Qué se lee en una casa así?
Que hay sólo tres cosas que le interesan a ese señor: una, la
madre; dos, los amigos; tres, Banfield. Vos, sí... estás para
superar el Edipo, osea, para ser garchada sólo cuando la libido se
le despierte en un arrojo de instinto de supervivencia. Un manto de
piedad me lleva a decir que este tercer sujeto es el más inofensivo,
no intenta ser otra cosa de lo que es y lo deja claro, clarísimo,
desde el primer día.
Sin
embargo, luego de tanta visita, una da con aquella casa que se sale
del catálogo, esa que no da letra al facilismo de ser inventariada
con tres chistes obvios, que nada tiene de cortazariano. Siempre se
encuentra la casa que no llama la atención por su extrañeza, sino
que integra un todo con aquel que día a día fue dejando su marca en
ella. Una casa que guarda la esencia misma del que nos abrió la
puerta para franquearla y hacernos parte.
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