Mucho
se ha hablado ya de lo difícil que resultan las rupturas amorosas.
Es una situación que quisiéramos obviar, pasar por alto, terminar
rápido para luego someternos a una lobotomía que nos evite la etapa
post abandono: llanto, play al cd masoquista que provoca más
lágrimas, fotos, imaginar al gran estilo Powerpoint los mejores
momentos pasados con la música de Armagedon,
recordar su sonrisa, su carcajada, rememorar todo con una cuota de
idealización exagerada. Las separaciones apestan. Sin embargo,
considero que hay una especie de protocolo para cortar un vínculo;
es una ceremonia que merece su tiempo, las palabras acordes, el
momento justo y el espacio adecuado. Aunque, cuando miro hacia atrás,
se presentan ante mí dos situaciones dignas de ser enmarcadas. Hoy
me dedico a una de ellas. Hace mucho tiempo ya, yo tenía una especie
de relación que no era formal, pero se había convertido en algo
bastante frecuente. Los encuentros estaban salpicados por diversos
matices, desde la sobriedad en pleno día, hasta la borrachera más
infame en las noches del fin de semana. Todo iba de maravillas, con
horarios imposibles y compromiso fluctuante, pero aceptable al fin.
Una madrugada, a la salida del boliche donde habíamos permanecido
enroscados por varias horas, el altísimo y pardo muchacho me da a
entender que “tenemos
cosas que hablar”.
Persígnense. Fulano: “Tenemos
que hablar”.
Mengana: “¿Sobre?”.
Fulano: “De
nosotros, de esto”.
La puta madre. Automáticamente enciendo el último pucho que tengo y
me la veo venir. Sinceramente hacía unos días que todo se
había vuelto un poco confuso. Silencios, desencuentros y poca
explicación. Salimos caminando del night
club,
anduvimos varias cuadras para dirigirnos a la plaza que solía
acogernos en las horas diurnas. Yo fumaba y caminaba dando unas
zancadas muy poco femeninas. Ya el panorama destilaba fin. This
is the end, my only friend… Él
caminaba con una resaca alegre y decía cosas graciosas; yo, en
cambio, quería sentarme en un banco, escuchar lo que tuviera que
decir y liquidar el asunto lo más pronto posible. Pero el pibe, a
media cuadra de la plaza y demostrando una falta de tacto asquerosa,
¿qué hace? Se para en un kiosco e inmediatamente después de
soltar: “Perá que
tengo una lija que me muero”,
se compra un pancho. Él, que estaba por cortarme el rostro en una
plaza de mala muerte, se compra un pancho. Yo lo veía con ese
embutido rebosante de kétchup y mostaza, y lo único que me
inspiraba era el deseo de meterle el morro en el agua hirviendo del
panchero. Automáticamente miro al kiosquero y le ordeno: “Un
Camel común... con lluvia de papas”.
El famélico me miró, obviamente, sin entender la ponzoña. La
postal era más patética que todos los resacoides de ojos vidriosos
tirados en las veredas: yo, la chica, fumando de manera casi autista,
lo miraba a él y luego a un punto de fuga, a él, al punto. Él
explicaba que yo, el compromiso, que él, que la ex, los amigos y el
amor, mientras se nutría de embutido. Yo, opípara de repugnancia,
tomo su servilleta, la despliego, la relleno de frases chatarra, la
enrollo y, ahí, en medio del rocío matinal tiro al tacho la burda
receta del abandono gourmet.
Lo miro a él, miro el punto de fuga, a él, al punto, él. Yo.
Punto.
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