jueves, 13 de septiembre de 2012

El proyecto Blair Witch (I. El viaje)

Existen muchos momentos compartidos con una amiga. Miles, diría. Sin embargo, uno que se consagra como prueba de fuego es aventurarse a emprender un viajecito reparador de fin de semana. De aquí que, hace un par de años ya, con mi amiga Angélica decidiéramos darnos el permiso de pasar unos días juntas para, de esa manera, recuperar el tiempo perdido. Dos días lejos de casa para no pensar en horarios, para dormir a pata suelta, para tomar mate a más no poder (y por qué no un vino), para recordar viejas anécdotas y para –incluso– compartir el silencio. Nos pusimos manos a la obra: primero elegimos un destino cercano, que no demandara más de un par de horas de viaje. Triunfó San Pedro. Segundo, revisamos vía internet cuanto hotel, hostería, hotelucho ofreciera dos días de relax, pero: ¿en qué radicó el error? En mirar demasiadas páginas. Al principio optamos por ir al centro, hospedarnos en el lugar que permitiera ir y venir sin demasiadas complicaciones. Pero, claro, los alojamientos céntricos perdieron por goleada cuando abrimos la página de un casco de estancia, en el mismísimo San Pedro, pero alejadísimo del centro. Era un hospedaje precioso, con hectáreas de campo para recorrer, lleno de plantas, árboles y calles de tierra; pero, emplazado en la zona más remota que una pueda imaginar. Igual, nos encantó: “¿Qué importa que esté alejado si total vamos a descansar?” “Imaginate estar tomando mate debajo de esa galería florecida de Santa Rita”. “Pero mirá ese fueguito en el living... qué acogedor”. Las dos estuvimos plenamente convencidas de que era el locus amoenus sanpedrense. Tercero, sacamos los pasajes. Salimos desde Once en una combi que nos llevaba hasta el centro de San Pedro. Salía a las 20.00. Llegué tipo 19.35, esperando entusiasmada a Angélica. Y allí mismo, en la esquina de Pueyrredón y Corrientes comenzaron los primeros tragos amargos. El transporte de Angélica se atrasó, así que cuando cruzó Corrientes con la cara totalmente desencajada, comenzamos a correr a paso fastspeed para llegar a horario a la combi. Eran las 19.52. Con los pulmones en la mano arribamos, subimos enseguida dado que la gente ya se había acomodado. Era una combi como ya dije, pero de esas que no proporcionan espacio alguno entre piso y techo. Encorvadas cual Nosferatu nos adentramos en la caja de zapatos, no quedaban las mejores butacas, así que nos acomodamos en los asientos posicionados exactamente sobre la rueda trasera izquierda. Y aunque no llevábamos más que una mochila cada una, estuvimos bastante incómodas. Pues bien, a mirar el lado positivo: no habíamos perdido el transporte, y además eran casi dos horitas de nada hasta San Pedro; todo tolerable. El viaje no se pasaba más, las dos horitas se convirtieron en tres horas y media. Pasadas las 23.30, Angélica y yo logramos bajar entumecidas y dar con la plaza principal de San Pedro. Ya estábamos recontra atrasadas, dado que habíamos dicho que llegábamos a más tardar a las 22. En medio de la plaza, un viernes de llovizna, sin presencia alguna de vida, con una oscuridad nebulosa, Angélica llamó a Gerardo (el dueño de la estancia) y le dijo que estábamos en la plaza aptas para tomar un taxi y llegar hasta él. Fumábamos desesperadamente antes de tener que meternos en otro vehículo. En la garita de los taxis solicitamos uno: “¿Hasta dónde?”, pregunta muy lúcidamente el encargado. Y con Angélica emitimos: “Hasta La Candelaria”, dado que eran las palabras mágicas que Gerardo nos había sugerido enunciar (“Digan que vienen a La Candelaria, nos conocen todos”). El taxista nos miró: “¿A dónde?”. “A La Candelaria”. “¿Y eso dónde es?”. “¿Cómo dónde es? Acá en San Pedro, La Candelaria, nos dijeron así... digan vamos a La Candelaria”. “¿Tienen la dirección?”. Ahí mismo –cabe aclarar– ambas empezamos a sentir un cosquilleo en el cuerpo, pero muy imperceptible, sin embargo, ninguna manifestó en voz alta dicha sensación. Angélica: “Nos dijeron que había que ir para el lado del Sauce Pelado”. Cuando escuché esa oración en voz alta me di cuenta de lo disparatado de la situación. Sauce Pelado era como decir Hobbiton, sonaba a joda. "¿A dónde van? Para el lado del Sauce Pelado". Un mamarracho de explicación la nuestra. El taxista algo colaboró, le pasamos a Gerardo por teléfono y éste se encargó de ser su GPS. Ya en camino, nos adentramos por calles de tierra, oscuridad total, ni la puta luna se veía, pajonales y pastizales a los lados cubrían totalmente la visual. El taxista: ¿Ya vinieron por acá? Yo: Nunca. Angélica: En verdad es lejos esta estancia. Taxista: Sí, está muy apartada, hay que cruzar lo que eran las vías y hacer un tramo más. Es un camino... Angélica: Un camino ¿qué? Taxista: Un camino que no se hace mucho. Si les contara... Claro ahí comenzó el abuso de un taxista de la zona, hacia dos paparulas que iban a descansar al lugar menos pensado y conocido. Taxista: Y sí, pasan cosas por acá... Se escuchan distintas historias acerca del camino. Piensen que por acá no hay absolutamente nada. Qué amor que sos, taxista... qué bueno que nos digas todo esto ahora, que no nos queda más que seguir hasta el lugar y fumárnosla en pipa. Cruzamos vías, pasamos el llamado Sauce Pelado... era muy Tolkien todo, pero un Tolkien espeluznante y nada épico.
(continuará...)

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