Existen
muchos momentos compartidos con una amiga. Miles, diría. Sin
embargo, uno que se consagra como prueba de fuego es aventurarse a
emprender un viajecito reparador de fin de semana. De aquí que, hace
un par de años ya, con mi amiga Angélica decidiéramos darnos el
permiso de pasar unos días juntas para, de esa manera, recuperar el
tiempo perdido. Dos días lejos de casa para no pensar en horarios,
para dormir a pata suelta, para tomar mate a más no poder (y por qué
no un vino), para recordar viejas anécdotas y
para –incluso– compartir el silencio. Nos pusimos manos
a la obra: primero elegimos un destino cercano, que no demandara más
de un par de horas de viaje. Triunfó San Pedro. Segundo, revisamos
vía internet cuanto hotel, hostería, hotelucho ofreciera dos días
de relax, pero: ¿en qué radicó el error? En mirar demasiadas
páginas. Al principio optamos por ir al centro, hospedarnos en el
lugar que permitiera ir y venir sin demasiadas complicaciones. Pero,
claro, los alojamientos céntricos perdieron por goleada cuando
abrimos la página de un casco de estancia, en el mismísimo San
Pedro, pero alejadísimo del centro. Era un hospedaje precioso, con
hectáreas de campo para recorrer, lleno de plantas, árboles y
calles de tierra; pero, emplazado en la zona más remota que una
pueda imaginar. Igual, nos encantó: “¿Qué importa que esté
alejado si total vamos a descansar?” “Imaginate estar tomando
mate debajo de esa galería florecida de Santa Rita”. “Pero mirá
ese fueguito en el living... qué acogedor”. Las dos estuvimos
plenamente convencidas de que era el locus amoenus sanpedrense.
Tercero, sacamos los pasajes. Salimos desde Once en una combi que nos
llevaba hasta el centro de San Pedro. Salía a las 20.00. Llegué
tipo 19.35, esperando entusiasmada a Angélica. Y allí mismo, en la
esquina de Pueyrredón y Corrientes comenzaron los primeros tragos
amargos. El transporte de Angélica se atrasó, así que cuando cruzó
Corrientes con la cara totalmente desencajada, comenzamos a correr a
paso fastspeed para llegar a horario a la combi. Eran las 19.52. Con
los pulmones en la mano arribamos, subimos enseguida dado que la
gente ya se había acomodado. Era una combi como ya dije, pero de
esas que no proporcionan espacio alguno entre piso y techo.
Encorvadas cual Nosferatu nos adentramos en la caja de zapatos, no
quedaban las mejores butacas, así que nos acomodamos en los asientos
posicionados exactamente sobre la rueda trasera izquierda. Y aunque
no llevábamos más que una mochila cada una, estuvimos bastante
incómodas. Pues bien, a mirar el lado positivo: no habíamos perdido
el transporte, y además eran casi dos horitas de nada hasta San
Pedro; todo tolerable. El viaje no se pasaba más, las dos horitas se
convirtieron en tres horas y media. Pasadas las 23.30, Angélica y yo
logramos bajar entumecidas y dar con la plaza principal de San Pedro.
Ya estábamos recontra atrasadas, dado que habíamos dicho que
llegábamos a más tardar a las 22. En medio de la plaza, un viernes
de llovizna, sin presencia alguna de vida, con una oscuridad
nebulosa, Angélica llamó a Gerardo (el dueño de la estancia) y le
dijo que estábamos en la plaza aptas para tomar un taxi y llegar
hasta él. Fumábamos desesperadamente antes de tener que meternos en
otro vehículo. En la garita de los taxis solicitamos uno: “¿Hasta
dónde?”, pregunta muy lúcidamente el encargado. Y con Angélica
emitimos: “Hasta La Candelaria”, dado que eran las palabras
mágicas que Gerardo nos había sugerido enunciar (“Digan que
vienen a La Candelaria, nos conocen todos”). El taxista nos miró:
“¿A dónde?”. “A La Candelaria”. “¿Y eso dónde es?”.
“¿Cómo dónde es? Acá en San Pedro, La Candelaria, nos dijeron
así... digan vamos a La Candelaria”. “¿Tienen la dirección?”.
Ahí mismo –cabe
aclarar– ambas
empezamos a sentir un cosquilleo en el cuerpo, pero muy
imperceptible, sin embargo, ninguna manifestó en voz alta dicha
sensación. Angélica: “Nos dijeron que había que ir para el lado
del Sauce Pelado”. Cuando escuché esa oración en voz alta me di
cuenta de lo disparatado de la situación. Sauce Pelado era como
decir Hobbiton, sonaba a joda. "¿A dónde van? Para el lado del
Sauce Pelado". Un mamarracho de explicación la nuestra. El
taxista algo colaboró, le pasamos a Gerardo por teléfono y éste se
encargó de ser su GPS. Ya en camino, nos adentramos por calles de
tierra, oscuridad total, ni la puta luna se veía, pajonales y
pastizales a los lados cubrían totalmente la visual. El taxista: ¿Ya
vinieron por acá? Yo: Nunca. Angélica: En verdad es lejos esta
estancia. Taxista: Sí, está muy apartada, hay que cruzar lo que
eran las vías y hacer un tramo más. Es un camino... Angélica: Un
camino ¿qué? Taxista: Un camino que no se hace mucho. Si les
contara... Claro ahí comenzó el abuso de un taxista de la zona,
hacia dos paparulas que iban a descansar al lugar menos pensado y
conocido. Taxista: Y sí, pasan cosas por acá... Se escuchan
distintas historias acerca del camino. Piensen que por acá no hay
absolutamente nada. Qué amor que sos, taxista... qué bueno que nos
digas todo esto ahora, que no nos queda más que seguir hasta el
lugar y fumárnosla en pipa. Cruzamos vías, pasamos el llamado Sauce
Pelado... era muy Tolkien todo, pero un Tolkien espeluznante y nada
épico.
(continuará...)
¡qué se venga la segunda! ppp...please!
ResponderEliminarAhí va, ahí va...
ResponderEliminar