miércoles, 26 de septiembre de 2012

El proyecto Blair Witch (III. La estadía)

El cuarto era una inmensidad negra. Al entrar presentaba un lugar con dos camas separadas y una ventana gigante que dejaba ver las sombras horripilantes del exterior; y como si esto fuera poco, tenía una lámpara que colgaba del techo confeccionada con ramas, yuyos y piñas de pino que parecía una macumba vudú (y sí, la sugestión ya había echado a rodar); había que tener cuidado con la puta vela, lo único que nos faltaba era prender fuego la hojarasca de tremenda luminaria. Más allá había una puerta con cortinas con cuentas de madera que ocultaba la cama matrimonial. Allí elegimos dormir, dado que no había abertura alguna. Para ir al baño había, obviamente, que atravesar el primer cuarto con la ventana acechante, así que decidimos cubrirla con una frazada a modo de cortina y recurrir al aguantado de vejiga durante la noche. Ni que hablar del baño. Una se sentaba en el inodoro y si miraba para arriba las planchas de Telgopor del techo estaban corridas, dejando a la vista un tenebroso hueco. Angélica me pregunta, descubriendo un armario empotrado: “¿Y acá qué habrá? ¿Frazadas?”. Y yo replico: “Por las dudas no lo abras, a ver si ahí descartaron a los últimos turistas”. La lámpara estuvo encendida hasta la última gota de querosén. Ninguna podía dormir. Los ruidos eran miles de millones. Venían del techo, del piso, de afuera, de adentro. Duras, rígidas, inmóviles y con hambre, así pasamos nuestra noche de relax. El silencio era tan palpable que te enloquecía. Por fin llegó la mañana, y Angélica y yo parecíamos dos zombies. Ojerosas, contracturadas hasta el ojo. Desayunamos en la galería, y claro, a la luz del día todo se veía precioso. “Qué exageradas, qué desconfiadas, no ves que nos tuvieron el desayuno listo”. La mañana transcurrió muy bien, nos extasiamos de sol, me revolqué con los perros, recorrimos cada rincón y sobre todo nos avergonzamos de nuestra actitud infantil. Los ruidos nocturnos provenían de los caballos que andaban sueltos y de las ramitas de los árboles que caían sobre las chapas. Por fin el sol había iluminado la realidad del lugar: todo era inofensivo. A media mañana voy a la cocina para hacer mate y, de paso, devolver el cuchillo defensor; de pronto, siento un ruido detrás de mí, como de cortinas de plástico. Me vuelvo y veo medio cuerpo de Catalina, la yegua domesticada, asomando por la puerta en busca de algún pedazo de pan. La vida del campo puede ser amigable... pero de día. Sin embargo, sucedió que con el solo hecho de saber que debíamos pasar una noche más, inconscientemente, comenzó a trabajar la glándula del miedo. Entonces, cuando nos enteramos de que los dueños de casa iban al pueblo, les encargamos unas botellas de cerveza. Éstas, a partir de las 16 hs. fueron nuestra pócima para anestesiar la proximidad nocturna. Y así seguimos hasta las 23 hs. El estado etílico ayudó a palear la estancia allí. Cenamos y nos dirigimos (pan-queso) a nuestro ya conocido y temido aposento. Todo volvió a ser un horror. Durmiendo en un colchón que parecía una feta de mortadela y rodeadas de oscuridad y silencio. El único consuelo era que al día siguiente apenas desayunadas no íbamos. El micro salía a las 15, pero reservamos un taxi para las 9 con la excusa de que queríamos recorrer el centro. A las 8 tragamos el café con leche, y ya listas y desesperadas nos subimos al auto y fuimos respirando a medida que nos alejábamos. Una vez en el centro, cambiamos los pasajes para las 11. Por fin saldríamos de San Pedro. Hermoso lugar. Precioso, sin duda. Siempre y cuando la estadía sea con electricidad o un buen cuchillo debajo de la almohada.
(fin)

1 comentario:

  1. Te entiendo. En Salta una vez nos alojamos en un palacete enorme venido a menos. Ni siquiera era el centro sino en San Lorenzo. Estaba leyendo "El ocupante" de Sara Waters, novela que realmente llegó a darme miedo. Nunca pude cerrar la puerta del baño sin tener en la cabeza una de las frases más tenebrosas de la madre: "muchas veces mi hijita no es del todo buena". Volvía a tener el miedo de la infancia pero sintiéndome grande y boluda. Hasta los dos nenes se me reían de mis prevenciones: el libro quedó rigurosamente en la mochila hasta que partimos a Tilcara.
    Besos

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