El
cuarto era una inmensidad negra. Al entrar presentaba un lugar con
dos camas separadas y una ventana gigante que dejaba ver las sombras
horripilantes del exterior; y como si esto fuera poco, tenía una
lámpara que colgaba del techo confeccionada con ramas, yuyos y piñas
de pino que parecía una macumba vudú (y sí, la sugestión ya había
echado a rodar); había que tener cuidado con la puta vela, lo
único que nos faltaba era prender fuego la hojarasca de tremenda
luminaria. Más allá había una puerta con cortinas con cuentas de
madera que ocultaba la cama matrimonial. Allí elegimos dormir, dado
que no había abertura alguna. Para ir al baño había, obviamente,
que atravesar el primer cuarto con la ventana acechante, así que
decidimos cubrirla con una frazada a modo de cortina y recurrir al
aguantado de vejiga durante la noche. Ni que hablar del baño. Una se
sentaba en el inodoro y si miraba para arriba las planchas de Telgopor
del techo estaban corridas, dejando a la vista un tenebroso hueco.
Angélica me pregunta, descubriendo un armario empotrado: “¿Y acá
qué habrá? ¿Frazadas?”. Y yo replico: “Por las dudas no lo
abras, a ver si ahí descartaron a los últimos turistas”. La
lámpara estuvo encendida hasta la última gota de querosén. Ninguna
podía dormir. Los ruidos eran miles de millones. Venían del techo,
del piso, de afuera, de adentro. Duras, rígidas, inmóviles y con hambre, así
pasamos nuestra noche de relax. El silencio era tan palpable que te
enloquecía. Por fin llegó la mañana, y Angélica y yo parecíamos
dos zombies. Ojerosas, contracturadas hasta el ojo. Desayunamos en la
galería, y claro, a la luz del día todo se veía precioso. “Qué
exageradas, qué desconfiadas, no ves que nos tuvieron el desayuno
listo”. La mañana transcurrió muy bien, nos extasiamos de sol, me
revolqué con los perros, recorrimos cada rincón y sobre todo nos
avergonzamos de nuestra actitud infantil. Los ruidos nocturnos
provenían de los caballos que andaban sueltos y de las ramitas de
los árboles que caían sobre las chapas. Por fin el sol había
iluminado la realidad del lugar: todo era inofensivo. A media mañana
voy a la cocina para hacer mate y, de paso, devolver el cuchillo
defensor; de pronto, siento un ruido detrás de mí, como de cortinas
de plástico. Me vuelvo y veo medio cuerpo de Catalina, la yegua
domesticada, asomando por la puerta en busca de algún pedazo de pan.
La vida del campo puede ser amigable... pero de día. Sin embargo,
sucedió que con el solo hecho de saber que debíamos pasar una noche
más, inconscientemente, comenzó a trabajar la glándula del miedo.
Entonces, cuando nos enteramos de que los dueños de casa iban al
pueblo, les encargamos unas botellas de cerveza. Éstas, a partir de
las 16 hs. fueron nuestra pócima para anestesiar la proximidad
nocturna. Y así seguimos hasta las 23 hs. El estado etílico ayudó
a palear la estancia allí. Cenamos y nos dirigimos (pan-queso) a
nuestro ya conocido y temido aposento. Todo volvió a ser un horror.
Durmiendo en un colchón que parecía una feta de mortadela y
rodeadas de oscuridad y silencio. El único consuelo era que al día
siguiente apenas desayunadas no íbamos. El micro salía a las 15,
pero reservamos un taxi para las 9 con la excusa de que queríamos
recorrer el centro. A las 8 tragamos el café con leche, y ya listas
y desesperadas nos subimos al auto y fuimos respirando a medida que
nos alejábamos. Una vez en el centro, cambiamos los pasajes para las
11. Por fin saldríamos de San Pedro. Hermoso lugar. Precioso, sin
duda. Siempre y cuando la estadía sea con electricidad o un buen
cuchillo debajo de la almohada.
(fin)
Te entiendo. En Salta una vez nos alojamos en un palacete enorme venido a menos. Ni siquiera era el centro sino en San Lorenzo. Estaba leyendo "El ocupante" de Sara Waters, novela que realmente llegó a darme miedo. Nunca pude cerrar la puerta del baño sin tener en la cabeza una de las frases más tenebrosas de la madre: "muchas veces mi hijita no es del todo buena". Volvía a tener el miedo de la infancia pero sintiéndome grande y boluda. Hasta los dos nenes se me reían de mis prevenciones: el libro quedó rigurosamente en la mochila hasta que partimos a Tilcara.
ResponderEliminarBesos