martes, 18 de septiembre de 2012

El proyecto Blair Witch (II. La llegada)

El taxi atraviesa el ingente portón de entrada y notamos que la única fuente de luz del camino hacia la posada son los faroles del auto. Nada más. No hay una gota de luz. Mientras Angélica paga, advierto que alguien nos está esperando en la puerta. Una sombra. Una sombra con una vela. Una sombra que será Gerardo, con una vela en una mano y una copa de vino tinto en la otra. Bajamos. Hola. Hola ¿qué tal? Qué tarde se les hizo. Sí, gracias por esperarnos. Sí, pasen (alumbrando el siguiente movimiento con luz de vela), pasen tranquilas. Y arroja sin anestesia: “Justo se nos cortó la luz y hubo un problemita con el generador, así que estamos a oscuras”. Los quiero anoticiar de que llegar a un lugar desconocido, en medio de la nada, pasando Sauce Pelado, encontrarse con el dueño de la propiedad con vela en mano, vino tinto y nariz sonrojada de chupar no es una bienvenida muy esmerada que se diga. Y hay más, porque al entrar a la casa la primera imagen fue: la negritud total, el hogar a leña ardiendo en el living, y a través de los destellos de luz intermitente de las llamas se percibía una silueta femenina cual Harpía mitológica, con todos los pelos descontrolados en la cara, apoyada en la pared. ¡Mamita querida! Hola, dijo la bruja Blair. Vieron ese cosquilleo en la plaza del que hablé, bueno, ahora se estaba acrecentando y tomando forma de julepe. Gerardo y la bruja Blair nos invitan a ponernos cómodas en el comedor mientras llevan nuestro equipaje a la puerta que señalan como la habitación asignada: “Teníamos preparada la otra pero se nos llenó de abejas” (Escena de película de terror: La profecía). Nos habían mantenido la cena lista para que no nos fuéramos a dormir con el estómago vacío (nos llenan para matarnos con unos kilos de más), así que nos dirigimos hacia allí. Sin ver un ápice, alcanzamos a lavarnos las manos en la bacha de la cocina (todo negro negro negro) y nos sentamos a la mesa del comedor. Era una habitación inmensa, se notaba porque la negrura la invadía. Una mesa de campo larga, con dos bancos y todo servido. “Bueno, chicas, tienen un matambrito de cerdo, con ensalada y papas. De tomar hay vino ahí, y allá agua”, explica Gerardo. Nosotras, cual niñas obedientes, nos sentamos a la mesa que no se veía salvo por la iluminación de una vela y un farol a querosén; las dos así, con la cabeza gacha. “Nosotros nos vamos a acostar, manéjense con el farol. Cuando terminen dejen todo así y vayan directo a la habitación que les señalé. Que duerman bien”. Se retiraron, dejándonos solas... pero no se notaba si se habían ido o estaban en la cocina, puesto que se oía una pequeña charla susurrada. Creo que ni nos miramos con Angélica, sino que jugamos a cenar emitiendo frases en un tono de tranquilidad fingida muy poco creíble. Yo, en ese momento, no podía dejar de mirar de reojo, porque la escena era terrorífica: ¿vieron cuando en una película de terror, una ve que las chicas van a pedir ayuda a una casa en el medio de la nada, donde reside el asesino que ellas desconocen? ¿O cuando la chica baja las escaleras del caserón donde vive sola porque escucha ruidos afuera? Vieron que una grita a la pantalla “Qué hacen ahí, pelotudas, corran por sus vidas”. “Imbécil de mierda, a qué cuernos bajás a planta baja, ¿no ves que está el loco de la bordeadora?”. De esa misma manera me veía yo. Sentía que éramos las improvisadas que habían caído en la casa del terror un viernes de llovizna, sin luz, en el medio del Lejano Harad. Por dentro me decía, “es así como caen estas boludas de las películas. Vinimos al medio de la nada, en San Pedro pasando Sauce Pelado, nadie sabe dónde estamos, nadie escucha nada”. El sinfín de posibilidades carcomía mi cabeza sin piedad. El vino tiene algo. Nos van a dormir y a desmembrar. Nos matan, seguro que nos matan. Le pusieron algo a la comida. Esto es como la película Hostel... se divierten torturando gente. Bueno, toda esta clase de hipótesis surrealistas eran las que mi mente barajaba. Angélica hacía que comía, bien calladita. Estaba más asustada que yo. Pero ninguna decía nada, porque ¡claro! en cuanto lo ponés en palabras se torna más real.  Ya deja de ser una sugestión personal para pasar a ser una certeza de dos. Pero yo sabía que ella sabía, y ella sabía que yo sabía que ella sabía. Obvio que no comimos ni tomamos nada. Dejamos todo así y, lámpara en mano, nos dirigimos a nuestro aposento. Caminábamos sin ver, había una sucesión de muebles y de sombras que se dejaban intuir detrás del vidrio repartido de las puertas. Caminábamos como haciendo pan-queso, de repente, yo me detengo (pan-queso) y le digo a Agélica: “Esperá un toque”. Me vuelvo hacia la mesa (pan-queso) y agarro la cuchilla que había para cortar el matambre. “Por lo menos daremos pelea, caramba”. Pan-queso-pan-queso-pan-queso...
(continuará)

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