domingo, 29 de enero de 2012

Los hombres de mi vida I

La vida de la señora sola posee, en general, el fantasma de no haber logrado una fructífera relación amorosa con el sexo opuesto. Ése ya es un peso que se hace cada vez más notorio. Ahora, lo que nunca hubiéramos imaginado es la relación de tensión que se genera con otro tipo de espécimen (también del sexo opuesto). Luego de una jornada ardua de trabajo –que incluyó el viaje en el transporte público de pasajeros–, llegamos al hogar, subimos los tres pisos por escalera con el bolso extragigante colgado del hombro, las bolsas de todas las compras –para no volver a bajar nunca jamás– distribuidas en ambas manos, el bretel del corpiño enterrado hasta el omóplato, el dedo meñique entumecido entre las manijitas asesinas del nylon y la vejiga a punto de colapsar; agarramos todo el bolserío con una sola mano para, con la otra, hurgar en el pozo que tenemos colgando y encontrar las llaves que se enredaron en el puto forro interior que nunca logrará sanar porque seguimos tironeando con los ojos inyectados en sangre. Abrimos la puerta del lugar que logra cobijarnos y, al ingresar al inmueble, pisamos un charquito de agua. Ya se nos cagó el día, o lo que de él queda. Miramos hacia arriba y notamos que el agua viene de nuestro baño que se posiciona en la parte alta del dúplex moderno que supimos conseguir. Y que no sólo cae, sino que lo hace a través de la lámpara que nos ilumina al entrar. Y, por si esto fuera poco, también cae agua de la llave de luz. ¡Qué buen momento!
Pero, siempre hay una esperanza para la fémina moderna y cansada: llamar al plomero recomendado. Aquí debo hacer una aclaración: para una mujer, explicar los problemas domésticos es una tarea de sinonimia harto trabajosa. Quiero decir, yo no le podía decir al plomer: “Me gotea la lámpara” o “Tengo una gotera en el techo”, menos aún: “Me chorrea agua del baño”, toda frase emitida así como viene, sin ningún tipo de traducción adecuada, le da lugar al hombre con falo para contestar (o por lo menos imaginar) con los brazos en jarra: “¿Así que te gotea, mami?”, “Quedate tranquila que ahora voy y te emparcho la pérdida”. Por ende, elegimos frases del estilo: “Hay una gotera en la cocina”, “Cae agua de la lámpara”, y así. Bien, decía que solicitamos la presencia del especializado, el mismo se acerca al domicilio 30 minutos después, no lo conozco, es de confianza, justo estaba por el barrio y no le costó nada darse una vueltita. El señor Raúl ingresa y yo ya estoy relajada tomándome un mate porque Súper Raúl me va a salvar de morir electrocutada. Sube hacia el baño con su valijita de herramientas: “Qué construcción complicada que tiene esta casa…”, tira Raúl. Yo: “Sí, pero con el tiempo te acostumbrás”. El señor nuestro salvador ingresa al baño, corre la cortina y comienza a trabajar en la zona (esto también se presta a comentarios sacados de un libreto de Sofovich). Bien, Raúl está arrodillado en el área de la ducha, yo lo miro desde el quicio de la puerta.

El plomero: (mirando el desagüe) –Esto está hecho como la mierda.
Yo: –¿En serio?
El plomero: –Mmm…
(Silencio. El plomero suspira medio bufando. Por fin, me mira, así agachado)
Plomero: –Esto [por el desagüe] hay que destaparlo, pero yo ahora realmente no tengo ganas.
Yo: (desconcertada) –Ah… bueno.
(Silencio)
Yo: –Tá bien, lo destapo yo, no hay problemas...
Plomero: (con cara de advertencia y aún agachado) –Sí, pero metele algo grueso y no lo hagas con un alambre y un trapo porque se te va a quedar adentro y te vas a querer pegar un tiro.
(Raúl se va levantando, guarda sus herramientas y queda totalmente de pie).

Después de esta escena hilarante, yo quedo con más dudas que certezas. No sólo me criticó la casa, sino además el baño y de yapa la instalación del lavarropas; y como si eso no fuera suficiente, me vaticinó el atoramiento del desagüe y mi posterior suicidio. ¡¡¡El suicidio estaba siendo efectuado en ese mismísimo momento, Raúl del demonio!!! Porque, obviamente, vos te fuiste a tu casa con tu señora fiel y cotidiana, pero yo, Raúl del orto, tuve –a las 20.45 de la noche– que buscar un alambre que tenía oxidado y todo enroscado como la yegua de tu madre, cortar un pedazo de media, anudarla en una punta, ponerme en cuatro como la trola de tu hija, y darle que darle al desagüe que contaba con material radioactivo en su interior (que ni siquiera era mío, hijo de Satán, porque desde que me mudé nadie lo limpió, y yo te llamé a vos para eso y me tiraste el muerto como el mejor). Luego de sacar con una mano la porquería –rogando que nada se atore dentro– y con la otra apretar el desodorante de ambientes, me levanto de la posición porno y me doy cuenta de que llamar al plomero fue una verdadera pérdida de tiempo y, además, fue agotador soportar esos comentarios de sabelotodo y hagalonada. Estoy convencida de que, en estos casos, pago cualquier tarifa por tener un marido que se ocupe de los arreglos o de, por lo menos, lidiar con estos psicópatas del mundo doméstico.

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